Diario de cómo alcanzar las estrellas, capítulo 2:

 
 
― ¿Quién eres?

“No te preocupes; pronto nos conoceremos”.

El eco de la suave voz que provenía de los cielos siguió eclipsando el silencio artificial de la noche durante unos instantes. Pensé en añadir algo más, pero de mis labios no surgió ni una sola palabra. En su lugar, me limité a continuar con la mirada fija en las estrellas o, más bien, en aquella estrella rosa que parecía resguardarme del frío desde su hogar en medio de las nubes.

Pestañeé, sacudí la cabeza y cerré la boca, que había mantenido abierta hasta aquel momento sin ser consciente. Definitivamente, necesitaba dormir con urgencia. Pero, ¿quién podría ser capaz de dormir con semejante oscuridad?, pensé, de nuevo consciente de las sombras a mi alrededor, aunque ya no las concebía como antes, como algo aplastante que consumía todo mi ser hasta reducirlo a cenizas. Me estremecí al recordarlo y me abracé las rodillas. Temblaba, sin saber si era por el frío o por algo distinto. ¿Acaso lo que sentía era… miedo? ¿Tenía miedo de la oscuridad? Traté de hacer memoria, pero me sentí totalmente incapaz de recordarlo, o siquiera de evocar una situación en la que me hallase entre tantas tinieblas. Por otra parte, no había recuperado ni un único recuerdo de mi vida antes de ese mismo día, así que decidí no fiarme de mi memoria.

Me tumbé del todo en el suelo, sin importarme que aquella no fuese la mejor cama, y traté de respirar honda y rítmicamente, dispuesta a dormir a toda costa. Alcé mi vista al cielo una última vez, donde me calmó hallar el tenue halo de luna que se extendía por la negrura, así como cientos de puntitos blancos a su alrededor, brillando en perfecta sintonía. Finalmente, cerré los ojos para recibir a una oscuridad todavía mayor, sin estrellas que velasen por mí. Unas finas lágrimas brotaron de mis párpados fuertemente cerrados y se deslizaron por mi piel hasta el suelo, dejando tras de sí un surco de humedad que el frío no dudó en acuchillar con su afilada hoja.

La imagen de la curiosa estrella de color amatista reapareció en mi mente, y el pensamiento de no haberla visto hacía un momento entre sus numerosas hermanas fue el último que tuve antes de abandonarme definitivamente al mundo de los sueños.

Luz.

Un mar de luz me envolvió, cálida, acogedora. Abrí los ojos y alcé los brazos de manera casi inconsciente, deseando fundirme con ella, vivir en ella y no alejarme nunca más. De nuevo sentí nostalgia…

… Y de nuevo volví a caer.

Me desperté con los primeros rayos que el sol del alba decidió regalar a la tierra, todavía con la misma sensación de vértigo en mi estómago que había puesto fin a mi sueño. Me había incorporado sin darme cuenta, y me hallaba sentada en el suelo, con el cuerpo en tensión y respirando entrecortadamente. ¿Qué se suponía que había pasado?

El dolor de mis huesos tras una noche en el duro suelo y la neblina que producían en mi mente mis escasos recuerdos al amontonarse conseguían aturdirme. Intenté sobreponerme a ello y me tapé todavía más con la vieja capa que había robado. Me sorprendió descubrir que mi piel no estaba fría, sino agradablemente cálida, a pesar de que los escasos rayos de sol que se colaban entre las casas no eran lo suficientemente intensos como para calentar. Durante un breve instante, el recuerdo de una fuerte luz llenó mi cabeza. Lo borré de mi mente y me puse en pie, centrándome en otros asuntos como el quejido persistente de mi estómago. No había comido nada desde… ¿desde cuándo? Me ajusté la capa y apreté la cuerda que llevaba atada a la cintura; no era momento de pensar en todo lo que había olvidado. Sin saber qué rumbo debía tomar, me puse en marcha.

El sol ya se había comenzado a alzar sobre los tejados, en aquel cielo azul tan despejado, cuando llegué al mercado, donde los comerciantes todavía estaban preparando sus puestos antes de que la gente llenase las calles. Me acerqué a uno de ellos, que estaba colocando una caja llena de manzanas sobre una de las mesas de madera.

―Disculpe ―dije con mi mejor sonrisa. No dejé de notar lo extraña que seguía sonándome mi propia voz―, ¿podría darme una?

―Claro ―me respondió con voz ronca―, son cinco raalts.

―Cinco… ¿qué? ―Fruncí el ceño, sin saber siquiera de qué me estaba hablando.

El hombre, que estaba colocando una caja de cerezas al lado de la anterior, suspiró con exasperación.

―Mira, si no tienes para pagarme ya puedes irte por donde has venido.

Pagarle, por supuesto. Pero ¿cómo se suponía que iba a hacerlo si lo único que poseía era aquella capa vieja que había robado? Si ni siquiera tenía unos zapatos con los que protegerme los pies de los caminos de dura piedra. Noté que los comerciantes que estaban más cerca de nosotros nos lanzaban miradas de reojo, alertados por el comentario de su compañero y suponiendo que, si de él no obtenía nada, serían ellos los siguientes a los que acudiría.

―Lo siento, pero no tengo dinero que darle ―contesté, lamentándolo sinceramente―. ¿No podría pagarle de otra forma?

El comerciante se volvió hacia mí y me miró de arriba abajo, con interés.

―Puede… ―murmuró, esbozando una sonrisa ladeada.

―¿De verdad? ―Exclamé, casi saltando de alegría.

―No ―dijo una tercera voz, acercándose a nosotros. Era una mujer, también comerciante, que miraba a su compañero con cara antipática, aunque yo no entendía por qué―. Aquí solo aceptamos dinero como pago, ¿verdad, Geaton?

Él no respondió, se limitó a gruñir en voz baja y a seguir colocando cajas de fruta sobre la mesa, dando ambas conversaciones por acabadas.

―Y tú deberías irte ―se dirigió la mujer a mí.

Todo el entusiasmo que había sentido hacía tan solo un momento se esfumó por completo. En aquel instante, mi rostro debía de ser el reflejo de la decepción.

―Pero yo… ―quise insistir, pero la comerciante se cruzó de brazos, dejándome ver que no había nada que pudiese decir para hacerla cambiar de idea.

Dejé caer los hombros, me di la vuelta y me alejé del mercado por donde había venido. Reprimí las lágrimas, diciéndome a mí misma que aquel no era momento para rendirse; todavía podría encontrar a alguien generoso que me ofreciese algo que llevarme a la boca. Ignoré el hecho de que la noche anterior solo había recibido puertas cerradas y silencios cuando trataba de hallar un lugar donde dormir, y me dispuse a llamar a la primera puerta que encontré.

Pasaron los segundos y la puerta permaneció cerrada. Quizás todavía estarían dormidos, pensé y alcé mi vista al cielo para comprobar que el sol casi había alcanzado el cénit. O quizá no habría nadie en casa. Reprimí un suspiro, me encaminé hacia la siguiente vivienda y di tres toques a la vieja madera. En aquella ocasión, sí se abrió la mitad superior de la puerta, y el rostro de una mujer me miró desde el interior.

―Yo… ―comencé, sin saber muy bien qué decir―, no tengo nada para pagarle, pero… ¿podría darme algo de comer? Lo que sea.

―Lo siento.

Comenzó a cerrar de nuevo la puerta. Sin pensar, di un paso adelante y puse una mano sobre la madera para impedírselo. Ella se sorpendió casi tanto como yo, aunque no dejé que mi expresión demostrara lo que de verdad sentía.

―Por favor ―supliqué, en un susurro suave que compensase la brusquedad con que me había comportado.

La mujer abrió la boca para replicar, pero no llegó a decir ni una palabra. Estábamos bastante cerca y, al fijarse más en mí, ladeó ligeramente el rostro y entornó los ojos, con interés.

―Tú… ―susurró. Parpadeó un par de veces y sacudió la cabeza―. Espera.

Desapareció en el interior. Me alejé un paso de la puerta, un tanto turbada y sin saber qué acababa de ocurrir. La mujer no tardó en reaparecer con un pedazo de pan en la mano, que me tendió a través del hueco de la puerta. Mis ojos debieron de iluminarse al verlo y lo cogí como si se tratase del mayor tesoro de este mundo, esbozando una sonrisa sincera que no habría creído posible hacía unos momentos.

―¡Gracias! ―Exclamé.

―No hay de qué ―sonrió y desapareció de nuevo en el interior de la casa, cerrando la puerta tras de sí.

Había sido solo un pequeño gesto, pero el mundo parecía que brillaba un poco más. Con paso alegre, me encaminé calle abajo, buscando el camino por el que había llegado el día anterior y que conducía al río, pensando que me vendría bien un poco de agua para acompañar el pan. La piedra bajo mis pies se volvió tierra unos minutos más tarde y dejé atrás la música que ya llenaba las calles.

No tardé en ver el río ante mí. Me acerqué a él y me senté en la orilla, con la espalda apoyada en la base del puente, en el mismo lugar donde había despertado. Aunque mi estómago no dejaba de protestar, partí el pan por la mitad, guardé uno de los trozos en uno de los bolsillos de la capa y me obligué a mí misma a comer el otro despacio, a pequeños mordiscos. A pesar de todo, no tardé en acabarlo.

Después de haber bebido, me tumbé boca arriba sobre los guijarros de la orilla y cerré los ojos para disfrutar de la luz que me regalaba el sol. Me dolían los pies y las piedras bajo mi espalda no hacían más que empeorar el agarrotamiento de mis músculos tras una noche de dormir en el suelo, pero no me importó. En aquel momento me sentía en paz.

La luz tras mis párpados se volvió más tenue y abrí los ojos para descubrir que una nube de amenazante color gris se había interpuesto entre el sol y yo, seguida de otras muchas del mismo color que habían cubierto el cielo sobre el pueblo. Me puse en pie, decidiendo que sería mejor regresar antes de que comenzase a llover; al menos así podría hallar refugio bajo alguna cornisa. Recorrí el camino de tierra que me separaba de las calles de adoquines casi a la carrera y no tardé en alcanzar las primeras casas del pueblo, que ya me resultaban familiares.

Me di cuenta enseguida de que algo no iba bien. Las calles y las casas estaban tal y como las había dejado, pero había algo que faltaba: no había música, ni gente caminando de un lado a otro, ni voces que rompieran la calma. Era como si de pronto yo fuese la única persona de aquel lugar. Alcé la vista a las ventanas, pero ni siquiera recibí la presencia de miradas indiscretas que escrutaban las calles desde el interior. Seguí caminando, sin siquiera saber a dónde debía dirigirme o qué estaba pasando. Tan solo habían pasado unas horas desde que me había ido.

El sonido de unos cánticos consiguieron arrancarme un suspiro de alivio y me encaminé lo más rápido que pude hacia el lugar de donde provenían, sin dejar de notar un presentimiento que no me gustaba. Al fin y al cabo, esas canciones, un tanto lúgubres, distaban mucho de ser las animadas melodías que solían interpretar los trovadores. Giré una esquina y me encontré en la calle principal, la más ancha. En aquel momento, había cientos de personas en silencio apostadas a ambos flancos, mientras que por el centro de la avenida caminaba un grupo de personas. Avanzaban despacio, al ritmo de los cánticos que entonaban, y vestían túnicas de igual color azul cobalto, en cuya espalda se reflejaba un curioso símbolo blanco que representaba una mano alzándose.

Me abrí paso entre la gente como pude para poder ver mejor qué era lo que estaba ocurriendo. Las personas de las túnicas azules ocultaban su rostro bajo las capuchas de su vestimenta, y no dirigían la mirada hacia ninguno de los presentes, como si no hubiese nadie más allí. De hecho, el silencio que guardaban las gentes del pueblo los hacía casi invisibles. Entre ellos, en el centro de la procesión, caminaba una mujer joven. Era la única que vestía una túnica blanca, que destacaba entre las azules; eso fue lo primero que me llamó la atención de ella. Al fijarme más pude ver las otras diferencias: iba atada de pies y manos, no llevaba la capucha puesta y se mantenía en completo silencio mientras los demás cantaban a su alrededor. Su rostro al descubierto dejaba visibles unas marcas en él. Llevaba pintadas unas líneas que cruzaban sus ojos de arriba abajo, y otras que tachaban sus labios. Estaban dibujadas con una sustancia del mismo color de la sangre. Había comenzado a llover y las finas gotas, que parecían lágrimas caídas del cielo, pegaban la túnica blanca a su cuerpo, dejando transparentar marcas de tonos violetas y rojizos en su piel, como las que rodeaban sus muñecas bajo las apretadas cuerdas que la mantenían presa.

Ahogué una grito al verla, apenas un sonido que murió en mi garganta pero que fue suficiente para oírse en medio de la multitud silenciosa. Di un paso adelante, casi inconscientemente, para proteger de alguna forma a aquella desconocida, pero una férrea mano me detuvo agarrándome del brazo.

―¿Se puede saber qué haces? ¿Es que quieres que te maten? ―Me susurró una voz al oído.

Antes de que pudiese hacer o decir nada, esa persona que me había hablado me echó la capucha de mi capa sobre la cabeza. Me volví y vi que aquel desconocido también la llevaba. Es más, todos los presentes, excepto la chica de la túnica blanca, estaban ocultando su rostro. A pesar de ello, pude distinguir que los ojos de plata de aquel chico habían vuelto a fijarse en la tenebrosa comitiva. La chica de blanco, que seguramente habría escuchado los susurros, nos observó de reojo con una expresión vacía que ni siquiera mostraba el dolor que reflejaban los moretones por todo su cuerpo. A mi lado, el chico inclinó la cabeza en un casi imperceptible movimiento de respeto, que fue suficiente para que ella lo viese y lo imitase, antes de volver a clavar la mirada en el suelo.

Las personas de túnicas azules se detuvieron al final de la calle, donde un carro destinado al transporte de prisioneros los aguardaba. Uno de ellos empujó a la chica de blanco para que entrase en la jaula y cerró la puerta, mientras otro se adelantaba, observando al público por primera vez.

―El cielo ha decidido dar la espalda a esta hereje ―dijo, sin necesidad de alzar la voz para que sus palabras se extendiesen por toda la calle. Y, en efecto, parecía que el cielo había dado la espalda a aquella mujer cubriéndose los ojos de oscuras nubes―. Ha llegado el momento de hacer justicia.

―Ha llegado el momento de hacer justicia ―repitieron al unísono los presentes, rompiendo el silencio que se había formado entre ellos.

―Ha llegado el momento de hacer justicia ―dijo también el chico que estaba a mi lado, con un tono serio que conseguiría intimidar a cualquiera.

El caballo que tiraba del carro se puso en marcha, llevándose con él a la muchacha condenada a algún tipo de castigo por el que había sido su delito. El muchacho que me había hablado me soltó el brazo casi con la misma brusquedad con que me lo había agarrado, se dio la vuelta y se alejó del lugar a grandes pasos. No quería perder la oportunidad de comprender algo de lo que había pasado hacía un instante y me dispuse a seguirlo, tan rápido como me permitía la multitud allí agolpada. Me agarré el bajo de la capa para no pisarlo mientras corría e hice todo lo posible por no perderlo de vista en un mar de gente sin rostro.

Mi hombro chocó con el de otra persona, y me apresuré a pedirle unas torpes disculpas, sin molestarme en volverme para ver el rostro de aquella chica que había quedado a mis espaldas. Solo me quedé con la fugaz imagen de unos ojos brillantes y un mechón de cabello rosado que el viento había conseguido sacar de su capucha.

Volví la esquina y me adentré en una calle casi vacía; los habitantes del pueblo no habían abandonado todavía la avenida principal. Ante mí, a unos metros de distancia, caminaba aquel misterioso joven.

―¡Espera! ―Exclamé, jadeando.

Él se detuvo y se volvió, quitándose la capucha y dejando al descubierto sus ojos grises y su cabello rubio pálido que enmarcaba su rostro de piel blanca. Me miró con una expresión de dureza que enmascaraba una emoción que no supe descifrar.

―¿Qué acaba de pasar? ―Pregunté, acercándome a él.

Él entrecerró los ojos y me miró con una expresión casi molesta que no me gustó.

―Tú no sabes nada, ¿verdad?

Decidí ignorar su pregunta y seguir intentando obtener respuestas.

―¿Por qué le han hecho esas cosas horribles a aquella chica?

Él dio un paso hacia mí y me tapó la boca con una mano, casi sin darme tiempo a acabar la frase.

―Habla más bajo ―me instó, y señaló con la mirada algo que quedaba a mi espalda.

Me volví para ver que una persona vestida con una túnica azul nos observaba con interés desde el inicio de la calle, antes de volverse y seguir su camino. En cuanto desapareció, el joven me quitó la mano de la cara, todavía mirando a su alrededor.

―¿Quiénes son ellos? ―Pregunté, bajando la voz hasta convertirla en un susurro.

Él me miró como si se sorprendiese de verme allí, con una exasperación que comenzaba a irritarme a mí también.

―Mira ―dijo, como si le hablase a una niña pequeña―, si no sabes nada de esto, mejor por ti. Si quieres mi consejo, limítate a hacer lo que hacen los demás y no hagas demasiadas preguntas. Así de simple.

Puso los ojos en blanco, se dio la vuelta y continuó su camino calle abajo.

―¡Eh! ―Exclamé.

Por supuesto, él no se detuvo. Giró una esquina y yo volví a seguirlo a la carrera, recogiéndome el bajo de la capa. Pero ya no pude localizarlo entre la multitud de personas que regresaban a su hogar; la noche estaba cayendo sobre el pueblo y era momento de abandonar las calles. Dejé caer los hombros, desanimada por mi falta de respuestas y por la perspectiva de tener que pasar una noche todavía más oscura que la anterior, puesto que las nubes no habían decidido abandonar aún su lugar en el cielo.

Me acurruqué en el mismo rincón que la noche anterior, con mil pensamientos agolpados en mi mente. Una brisa de sombras acarició mi piel, haciéndome estremecer y cerrar los ojos, deseando únicamente que aquella noche pasase lo antes posible.

Una dulce y triste melodía que provenía de más allá de las nubes me envolvió desterrando las sombras. No me hizo falta poder verla para relacionarla con la misma voz que me había hablado la noche anterior, la de aquella estrella rosa que casi había olvidado después de aquel caótico día. Era una canción muy distinta de la que habían cantado las personas de túnicas azules. Esta estaba llena de sentimiento, de una tristeza dulce y desgarradora al mismo tiempo que consiguió arrancarme las lágrimas. Tan solo era un fragmento del dolor que sentía aquella estrella, pero ya era suficiente para hacer sangrar el corazón del más insensible de los humanos.

Una sencilla melodía y unas finas lágrimas de lluvia que se precipitaron sobre la tierra. Eso fue lo último que sentí antes de abandonarme al luminoso mundo de los sueños.





Sigue la historia de El despertar del Sol:
El despertar del Sol - Capítulo 1
Capítulo anterior de Diario de cómo alcanzar las estrellas:
Diario de cómo alcanzar las estrellas, capítulo 1
Más enlaces en la página:
Leyendas del Sol y las Estrellas


Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...

Comentarios

  1. ¡Hola escritora de leyendas! Qué sociedad tan interesante estás creando, es bastante siniestra en algunos aspectos pero precisamente eso es lo que le ha dado emoción a este capítulo. Me está gustando la evolución de la protagonista, es suave, calmada, y va al mismo ritmo que la percepción que el espectador va teniendo de la historia.
    Y aquí estoy yo con el análisis técnico jajaja. La imagen ya sabes que me encanta y los personajes nuevos del capítulo 2 (no me pasa desapercibida la chica del mechón de pelo rosa) parece que van a dar mucho de sí.

    Un saludo y que las estrellas te guíen!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola! No te preocupes por lo del análisis técnico, que me encanta jajaja. Ahora solo queda guiarme por las estrellas para continuar la historia :).

      Saludos!! Y que los rayos de sol iluminen tu camino.

      Eliminar

Publicar un comentario

Tus comentarios nos dan alas y las alas nos hacen volar. Y allí, volando, escribimos para que tú también puedas desplegar tus alas 🌌

Entradas populares de este blog

Jak and Daxter

La Serpiente Emplumada: el Dios traidor

Novoland - The castle in the sky (Reseña)