Protectores
La desesperación se palpaba en el ambiente cuando los dos guerreros se enzarzaron en una lucha que prometía ser terrible. Los dos pertenecían a un mismo bando y habían jurado defender a las gentes de su reino, dando su vida si fuese preciso. Por ello, todos los allí presentes lucían expresiones
horrorizadas cuando los dos compañeros se enfrentaron. No estaban dando sus vidas para defenderlos, sino que lo hacían por una tonta disputa y, además, fuera cual fuese el resultado, muriese quien muriese, sería una terrible pérdida para todos.
El cuerpo del guerrero caído fue rodeado inmediatamente por las gentes del pueblo, que intentaban, en vano, salvarlo. El vencedor se quedó a un lado. No se sentía eufórico, como había pensado, sino arrepentido. Miró la hoja de la espada, cubierta de sangre, y las palmas de las manos, sabiendo, de pronto, que no se recuperaría nunca de aquello. Sin pensarlo más, dio media vuelta y se alejó corriendo de aquel lugar, aunque su recuerdo lo acompañaría por siempre.
Cinco años más tarde, la Gobernadora de aquel reino, con apenas veinte años de edad, miraba, expectante, el horizonte. Ataviada con sus ropas de guerra, portaba un arco y un carcaj repleto de flechas a su espalda. El viento azotaba sus cabellos y el mar rompía violentamente contra la pared del acantilado en el que se hallaba. Su expresión impávida no dejaba entrever ningún sentimiento, incluso cuando el sonido de los tambores de guerra llenó el aire.
El ejército enemigo era demasiado numeroso, demasiado poderoso. Pero lucharían hasta el final, entregando sus vidas si era necesario, para salvar el reino Esmeralda del enemigo.
Un ápice de dolor se hizo visible en el rostro de la Gobernadora. Poco después, ese dolor aumentó, aunque ella intentase ocultarlo. Giró la cabeza y las vio, aunque no necesitaba mirar para verlas: las flores estaban muriendo. Eran unas hermosas flores rojas, cada una con tres pétalos alargados que se cerraban en círculo en torno al cáliz. Su tono de rojo, tan brillante y bello, había deslumbrado a muchos, no sin motivo, pero se estaban marchitando, y el rojo dejó paso al marrón.
La Gobernadora sabía a la perfección lo que aquello quería decir. Durante milenios, esas flores, conocidas como Rojas Esmeraldas, habían guardado al reino del peligro. En otras palabras: si ellas morían, el reino moriría con ellas.
Nueve reinos, nueve Protectores. Estos últimos siempre habían protegido a los primeros. Pero al parecer esa época había llegado a su fin. Desde su creación, los nueve reinos habían vivido en paz los unos con los otros, aunque ejércitos ajenos a ellos habían tratado de conquistarlos en numerosas ocasiones. Cuando aquello ocurría, los habitantes de los reinos habían estado a salvo, nadie había podido cruzar su frontera, todo ello gracias a los Protectores. Sin embargo, tropas de soldados de cada reino eran enviados al exterior para evitar situaciones de emergencia, y muchos de ellos no regresaban jamás.
El guerrero vencedor abandonó su reino, el Reino Esmeralda, sintiéndose indigno de volver a él después de haber asesinado a uno de los suyos, su compañero. Habían partido en una misión en el exterior de las fronteras del reino, y ellos eran los únicos del Esmeralda. Los acompañaban guerreros de todos los reinos, aunque en total no serían más de quince. El ejército enemigo era numeroso y esas misiones eran arriesgadas, teniendo en cuenta que, con el paso de los años, había menguado el número de voluntarios a ser guerreros. Él y su compañero, al que había matado, nunca habían sido muy amigos, pero estaban solos y se veían obligados a llevarse bien. Pero la tensión y el miedo por hallarse lejos de sus respectivas tierras natales los había perseguido a todos desde que habían partido de ellas. El enemigo acechaba en cada esquina. Entre sus turnos en las guardias nocturnas del campamento y que casi no dormía a causa del terror, finalmente había dejado que una tonta pelea acabara con la muerte de su compañero.
El guerrero vagó sin rumbo por los alrededores de los reinos, sin atreverse a entrar en ninguno, sintiéndose demasiado cobarde como para quitarse la vida. Así lo hallaron las tropas enemigas, mas algo vieron en él que impidió que lo matasen. El guerrero pasó a formar parte de su ejército, dejando el arrepentimiento a un lado, olvidando su antigua vida. Y de ese modo nació una nueva persona, que había desterrado de él todo el arrepentimiento, escrúpulo, pena y, sobre todo, miedo, que había sentido o podría llegar a sentir.
Los Protectores necesitaban un Protector, ¿cómo habrían podido aguantar milenios sin alguien que los protegiera? Poco después de su creación, en el inicio de los tiempos, aquella tarea la desempeñó una mujer a la que le habían otorgado poderes sobrehumanos, habilidades que otros habrían hecho lo indecible por poseer. Aquellos poderes pasaron de generación en generación a través de los siglos y ahora, la descendiente de aquella mujer, se encargaba de proteger a los Protectores. Vivía en una lúgubre y pequeña casa, lejos de los reinos, pero no necesitaba mirar para ver, no necesitaba comprobar por sí misma el estado de los Protectores, ya que todo lo que les ocurría, lo sentía en sus propias carnes.
Que los Protectores hubiesen permanecido activos desde su creación no suponía que no debiera preocuparse o cuidarlos menos, ya que había sido el duro trabajo de generaciones y generaciones el que había conseguido ese buen estado de salud y protección. Por ello, debía protegerlos más que nunca.
Los habitantes de los reinos habían llegado a creer que ella era una mera leyenda, que no existía el Protector de Protectores, que ellos no necesitaban protección. A ella no le molestaba que no creyesen en su existencia, es más, le parecía una situación cómica el poder saber que opinaban de ella sin saber que era real.
Aquel día había notado un cambio en los Protectores, seguramente algún ejército enemigo intentaba apoderarse de ellos, no era la primera vez que ocurría. Se dispuso a darles poder cuando alguien echó abajo la puerta de su casa, sobresaltándola.
El guerrero miró al horizonte. Era casi de noche cuando, por fin, había hallado la casa de la bruja que, según la leyenda, protegía a los Protectores. Nunca había creído en su existencia y, sin embargo, ahí estaba, su casa, tal y como estaba descrita en la leyenda. Su misión era sencilla: entrar y raptarla. Si oponía demasiada resistencia solo tendría que matarla. Se dispuso a subir la colina en la que se hallaba la casa y, una vez allí, echó la puerta abajo.
Cumplió su misión rápidamente y sin percances.
Y así, uno por uno, murieron todos los Protectores, empezando por las Rojas Esmeraldas, y los ejércitos enemigos se adentraron en los distintos reinos, listos para conquistarlos.
Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...
Y por fin, tras más de un mes con el blog, Rush se digna a escribir algo jajaja. Bueno, la historia me gusta mucho, no sé si sería capaz de narrar esa sensación de arrepentimiento del guerrero tan bien como lo ha hecho Rush. Y sobre todo me encantaría saber cómo continúa la historia, así que anímate a continuar.
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