Rumores y mentiras para Isabel

¡Feliz 2016!

Inspirado en los personajes de “Bola de sebo”, de Guy de Maupassant.

Cuando Isabel Rousset entraba en cualquier lugar solo era cuestión de tiempo que las miradas despectivas, los murmullos despiadados y los gestos de desprecio hacia ella comenzasen.

Trabajaba de camarera en una descuidada posada que una amable pareja de ancianos poseía. Le habían dado un hogar cuando todos le dieron la espalada y también algo de lo que vivir. Cabría esperarse que el solo hecho de que Isabel trabajase allí espantase a todos los clientes, pero en realidad aumentaron. Poca gente se resistía a la oportunidad de conocer a la señorita Rousset, de mirarla con arrogancia y desprecio a la cara.
Isabel suspiró delante del espejo, se ató un pañuelo a la cabeza y abrió la puerta de su cuarto; otro día más que soportar. Los posaderos habían salido temprano al mercado e Isabel tendría que hacerse cargo de todo el negocio hasta su regreso. Siempre trataban de disuadirla, de que fuese al mercado mientras alguno de ellos se encargaba de la posada. Pero Isabel se negaba, prefería enfrentar directamente las malas intenciones de la gente.
Los primeros en llegar fueron los señores Loiseau; él carecía de piedad al decir lo que se le pasaba por la cabeza y ella no se quedaba atrás con su lengua afilada. Entraron entre ruidosas carcajadas.
—Buenos días —saludó Isabel con una sonrisa.
La señora la miró con disgusto y le dejó encima su abrigo de plumas. La joven lo sujetó con cuidado y lo llevó al guardarropa.
En un principio, aquel establecimiento había nacido como posada, y todavía había viajeros que mantenían ese nombre. Pero, desde la llegada de Isabel, aquello semejaba más una especie de restaurante informal.
La joven se encaminó hacia la mesa que habían ocupado y mantuvo su expresión amistosa.
—¿Desean tomar lo de siempre?
El hombre lanzó una mirada evaluadora a la camarera y rio; su mujer, molesta al imaginar lo que había pasado por la cabeza de su esposo, respondió:
—Sí, aunque no me hace ilusión alguna que pase por tus manos —y no reprimió un gesto de repugnancia.
Isabel mantuvo su sonrisa y fue a avisar al cocinero, un hombre fuerte y poco sociable. Después se escuchó la campanita de la puerta y los condes Hurbert de Breville entraron.
—…ya me gustaría a mí que fuese cierto —decía el señor.
Isabel fue a recibirlos y los acompañó hasta una mesa. Ellos, a diferencia de los Loiseau, eran ya unos respetables ancianos. No eran tan descorteses en público como los otros, pero su mirada de desprecio era todavía más letal. Mientras los servía, la joven no pudo evitar escuchar la conversación.
—Pero sería maravilloso que nuestro pequeño Albert regresase —comentaba la condesa, esperanzada.
El conde negaba con la cabeza.
—Querida, no deberías hacerte tantas ilusiones, la guerra tardará en terminar.
Isabel posó la jarra de vino y se atrevió a preguntar:
—¿Acaso la guerra va a terminar?
La condesa miró hacia otro lado y el conde contestó:
—No creo que eso sea de su incumbencia, señorita —y señaló la jarra de vino.
Isabel terminó su tarea cuando la última de las parejas asiduas de la posada entraba por la puerta, ya cerca de la hora de comer. Eran nada más y nada menos que los señores Carré-Lamandon, una pareja rica y discreta que siempre andaba al tanto de todos los rumores. La joven los acomodó y les sirvió el mejor vino de la posada, el que siempre pedían. Después, con delicadeza, sin que nadie más que ellos la oyesen, dijo:
—¿Qué se sabe de la guerra, señores?
Él miró a su esposa y ella se colocó un paño sobre las piernas, miró hacia el techo, lamentando tener que hablar con aquella camarera.
—Se rumorea que los nuestros están venciendo —desveló en voz baja— y que algunos regresarán pronto.
Isabel asintió, satisfecha pero simulando indiferencia, y se fue a su habitación. Tenía apenas un minuto, pero se sintió aliviada al saber que los rumores auguraban la victoria y no la derrota. No se hacía ilusiones, sin embargo, conque llegase pronto.
Ocupó de nuevo su lugar de trabajo y notó la falta de los posaderos, estaban tardando en llegar. Pero eso no la preocupó, sí lo hizo la llegada de un hombre: Cornudet. Isabel se armó de valor y lo acompañó a su asiento habitual.
—¿Una cerveza, caballero? —ofreció ella.
—Que sean dos —respondió con una pícara sonrisa.
Isabel se las puso delante y se dispuso a irse, pero él ya la tenía rodeada por la cintura.
—¿Me darás hoy por fin lo que quiero, Rousset?
Como era de esperarse, toda la clientela estaba pendiente del asunto. Isabel intentó separarse del hombre.
—No —se negó Isabel.
Él no la soltó y se escuchó gente murmurando por detrás.
—No seas así —pidió el hombre—, todos están deseosos de que aceptes.
Isabel se conocía demasiado bien esa historia.
La guerra llegó a la ciudad cuando ella tenía dieciocho años. Los enemigos saquearon la ciudad y se llevaron a varias mujeres. Isabel se quedó encerrada con aquellas tres parejas en el sótano de los Loiseau. Los burgueses habían quedado para tomar algo y charlar en el mismo salón en el que Isabel limpiaba; era un trabajillo para mantenerse y mantener también a su madre. Los siete se vieron obligados a esconderse, pero el enemigo los encontró. Todos estaban atemorizados y trataron de llegar a un acuerdo con aquellos hombres. El líder de los atacantes aceptó dejarlos con vida si una de las mujeres se prestaba a complacerle.
Todas se vieron horrorizadas, las señoras miraban con temor a sus maridos e Isabel abrazaba sus piernas. Entonces los seis burgueses llegaron a la conclusión de que la joven debía sacrificarse por el bien común. Las tres señoras estaban casadas y tenían un honor que mantener, mientras que Isabel era la más indicada para el asunto. Ella se negó hasta el final, pero los enemigos terminaron hartándose e Isabel cedió. Asustada y temblorosa, a cambio de no morir, acompañó a ese espantoso hombre dispuesto a matarla.
Los caballeros, que se encontraban fuera en el momento del asalto, llegaron un par de días después y salvaron a los ciudadanos. Isabel no pedía un agradecimiento siquiera, pero encontrarse con el desprecio de aquellas personas que le debían la vida, sentirse humillada y estúpida, todo eso la destrozó. Y lo peor llegaría al enterarse de que su madre había fallecido en el asalto. La joven Isabel se quedó sola y nadie parecía dispuesto a ayudarla, al contrario, el rumor de lo que había hecho llegó a oídos de todos y el desprecio se hizo general.
—¿Qué me dices? —preguntó pícaro Cornudet.
Isabel se apartó de él y se encontró con las miradas acusadoras de los demás.
—No tuviste tantos reparos ante el duque de La Foret —se burló la señora Loiseau.
La joven se entristeció por aquella mención y Cornudet aprovechó para meter descaradamente una mano bajo su falda. Isabel saltó hacia atrás y tiró una de las jarras de cerveza. La risa se hizo general.
—Si aceptaste la petición de un viejo no veo problema en aceptar la mía —comentó Cornudet.
Isabel vio inútil intentar arreglar el malentendido con el asunto del señor de La Foret; en su momento no había podido hacer nada, así que ahora mucho menos. Tras el incidente del asalto, todos habían supuesto que se dedicaba a vender su cuerpo.
—Sí, dale el gusto —insistió el señor Loiseau.
Isabel se encontró rodeada de gestos groseros y maleducados. Los condes de Breville observaban la escena con disgusto; observaban a Isabel como si no fuese digna de sus miradas. Los señores Carré-Lamandon murmuraban entre ellos y se reían por lo bajo; y los Loiseau no disimulaban sus rostros llenos de repugnancia y burla.
La joven salió corriendo y se encerró en su cuarto. Lloró porque estaba defraudando a los posaderos al dejar el establecimiento solo. Lloró al recordar las horribles expresiones de aquellos burgueses.
Según ellos, tres años atrás más o menos, Isabel había acudido a la casa del duque de La Foret a complacerlo, y había vuelto embarazada. Pero esa no era toda la verdad.
Isabel lloró durante lo que le pareció una eternidad, hasta que escuchó una voz conocida.
—No les hagas caso, pequeña —era el posadero que la había acogido tras su visita al duque.
Escuchó una risa de bebé y dejó caer una lágrima más.
—¿No vas a coger a Francis? —preguntó él tras la puerta.
Isabel no lo soportó más, abrió la puerta y cogió a su hijo de casi dos años en brazos. Lo acarició y ver su expresión alegre le levantó un poco el ánimo.
—Tienes que ser fuerte —dijo el posadero—, por él.
Isabel asintió y se llevó al pequeño Francis a su cuarto.
Durante las semanas siguientes los posaderos obligaron a Isabel a dejar de trabajar y dedicarse por completo a su hijo. Ella aceptó y lo agradeció mucho. Cuando iba al mercado escuchaba las palabras que la gente murmuraba y las ignoraba, llevaba con orgullo a Francis en sus brazos. Pero no podía quitarse de la cabeza el nombre de La Foret.
Un día se encontró a la señora Loiseau por la calle y la mujer no tuvo inconveniente en alzar la voz con insultos y desprecios hacia la joven. Isabel tapó los oídos de Francis como pudo y se volvió a sentir inferior al mundo que la rodeaba.
Apenada y conteniendo las lágrimas, una voz tras ella la sobresaltó.
—Los que dicen sin saber son necios, los que callan sabiendo son sabios.
E Isabel rememoró el verdadero motivo que la había llevado a la mansión del duque de La Foret. Había ido en busca de trabajo y se había acabado enamorando de su hijo. Pero cuando todo parecía ir bien entre ellos, los rumores de guerra llamaron al hijo del duque a la batalla y su amor siguió quedando en secreto tras su partida. Exceptuando un pequeño detalle que no pudo esperar al joven; Francis.
Isabel se giró al oír tras tanto tiempo aquella voz que creía perdida, abrazó a su pequeño con ilusión y le dedicó a su amado la más hermosa de sus sonrisas.

No importaban los demás cuando tenía a su alrededor a los que quería.

Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...

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