El secreto de la Luna
El Pueblo de la Luna era un maravilloso lugar lleno de leyendas e historias tras unas altas montañas recorridas por delicados ríos. Cuando las aguas de estos no se congelaban, el brillante reflejo de la Luna asombraba a todos los habitantes iluminando las laderas rocosas. Efraín y Tabita solían jugar con los demás niños a coger el reflejo del astro y, aunque nunca nadie lo había conseguido, era tradición entre los jóvenes intentarlo todos los meses con Luna llena.
Sin
embargo, no todo era luz y esplendor en este encantador pueblo. Cuando la Luna
brillaba todo eran festejos y celebraciones en su honor, pero cuando se
retiraba del cielo, los habitantes se encerraban en sus casas para protegerse
de las Sombras.
—¡Tabita!
—gritó Efraín.
Su
hermana pequeña jugaba bajo las ramas de un imponente abeto que, bajo la luz
declinante del sol, parecía perder poco a poco su majestuosidad.
—¡Tabita!
—gritó de nuevo.
La
niña giró por fin la cabeza en su dirección y le dedicó una cálida sonrisa de
disculpa. Recogió unas florecillas del suelo antes de caminar hacia su hermano.
—Pronto
se hará de noche —le reprochó él.
Tabita
llegó hasta él y continuó perdida en sus pensamientos.
—¿Me
estás escuchando? —preguntó Efraín.
—Sí,
sí, ya vamos ahora a casa —respondió ella despreocupada.
Efraín
optó por no desesperarse con su hermana y juntos emprendieron el camino de
regreso a la cabaña de madera en la que vivían. La niña daba pequeños brincos
mientras caminaba y Efraín observaba ocultarse el sol, con temor. No tardaron
mucho en llegar a su destino. En la puerta, un hombre apilaba varios tablones
de madera y una mujer buscaba con la mirada a sus hijos, casi con desesperación.
Al verlos corrió hasta ellos y agarró de la mano a la pequeña.
—Habéis
tardado demasiado, ¿qué ha pasado? —dijo la madre.
Efraín
miró acusadoramente a su hermana.
—Básicamente
—explicó—, que cierta personita ha estado jugando demasiado tiempo.
Esperaba
que su madre sonriera condescendientemente, pero el gesto serio de su rostro
decía lo contrario. La mujer miró a sus dos hijos con dureza y habló.
—Las
noches de Luna Nueva no debéis… No, no podéis permanecer en el exterior al
atardecer.
—Ya
pero… —quiso excusarse Efraín.
La
madre lo miró, severa, y también obligó a Tabita a atender.
—Pero
nada —cortó la mujer—. Las Sombras no tienen piedad ni de los niños, ¿me habéis
entendido?
Efraín
y Tabita se miraron, luego respondieron a la vez:
—Sí,
mamá.
—La
Luna no puede protegernos hoy, ¿me oís? —continuó la madre.
Y,
de nuevo, los hermanos respondieron:
—Sí,
mamá.
La
mujer, satisfecha, sonrió con alivio antes de llegar a la cabaña.
El
padre estaba terminando de sellar las rendijas de las ventanas, haciendo su
mejor esfuerzo. Al ver a la familia llegar, abrió la puerta.
Los
vecinos habían terminado pronto esa tarde. El hombre también lo habría hecho de
no haber esperado a sus hijos. Entraron en fila por la puerta y, una vez
dentro, todos ayudaron a clavar un tablón en la puerta. Después, por seguridad,
colocaron también una mesa delante de la entrada.
—Bien
—dijo el hombre—, vayamos al sótano.
La
mujer asintió y, en silencio, bajaron las viejas escaleras al sótano. El suelo
estaba cubierto por paja húmeda y había un par de mantas apiladas al fondo.
Todos sabían perfectamente cómo comportarse en aquella situación. Encendieron
unas velas para iluminar la habitación, colocaron las mantas y se sentaron bajo
ellas. La madre arropó a Tabita y, tras captar la atención de los niños,
repitió lo que decía cada Luna Nueva:
—Bajo
ningún concepto salgáis de aquí, ¿entendido? Oigáis lo que oigáis, necesitéis
lo que necesitéis, ni se os ocurra subir esas escaleras…
—…hasta
que el sol esté en lo más alto —completó Efraín.
La
madre sonrió y abrazó a sus hijos, el hombre de la casa aseguró la puertecita
del sótano y encendió una vela blanca.
Este
era el ritual que se llevaba a cabo una vez al mes en todos los hogares. Casas
selladas, gente escondida y emotivas despedidas como si nunca más se fueran a
ver de nuevo; porque cada Luna Nueva las Sombras acechaban y a veces, incluso
estando las casas bendecidas, conseguían entrar.
Efraín
dormía con su hermana en brazos cuando un extraño ruido lo sobresaltó. Abrió
los ojos, alerta, y miró hacia todos lados. Las velas se había apagado, excepto
la blanca, y sus padres no estaban a su lado, sino subiendo las escaleras del
sótano.
—¿Qué
hacéis? —susurró.
Ambos
se giraron y dijeron a la vez:
—No
os mováis.
Efraín
iba a replicar, pero su padre habló primero:
—Hay
luz fuera, tal vez alguien necesite ayuda.
Efraín
forzaba la vista para distinguirlos en la oscuridad.
—Ese
no es motivo para salir, es peligroso —replicó.
Su
madre consideró que era lo suficientemente mayor como para hablar con mayor
sinceridad.
—No
es solo la luz… también son los gritos.
—Pero…
—se quejó el pequeño.
Fue
inútil, sus padres ya habían abierto la puerta del sótano y salían cautelosos
al interior de la casa. Efraín aferró con fuerza a su hermana y cerró los ojos;
tenía un mal presentimiento. Tabita despertó de su plácido sueño y susurró:
—Las
Sombras están cerca.
Efraín
tensó todos los músculos de su cuerpo y miró con preocupación a su hermana.
Tabita volvía a dormir. Él dirigió su mirada hacia la puerta del sótano, en
busca de sus padres. Pero en vez de verlos, los escuchó. Escuchó el gemido
grave de su padre y el grito desesperado de su madre; lo último que recordaría
de ellos.
Después
todo fue oscuridad y silencio.
Nadie
sabía con certeza qué eran las Sombras y por qué atacaban a las personas, solo
confiaban en que su preciada Luna, tan bella y resplandeciente en lo alto del
cielo, los protegía.
Tabita
y Efraín fueron acogidos por una anciana sacerdotisa del Templo de la Luna. Su
nueva casa también era de madera, las paredes y el suelo estaban decorados con
modestos tapices en honor a la Luna y la construcción se encontraba junto al Gran
Templo. Lo primero que había dicho Tabita al recuperar la voz tras aquella
trágica noche fue:
—¿Dónde
están mamá y papá?
La
sacerdotisa estaba presente y le respondió con una sonrisa.
—Están
con la Luna.
De
este modo, ante la diaria pregunta de la niña, Efraín repetía la respuesta de
la anciana.
Tabita
comenzó a cambiar. Todas las noches encendía una vela blanca en recuerdo de sus
desaparecidos padres. No había cuerpos que confirmasen su muerte porque la Luna
los permitía reposar eternamente con ella. Después le preguntaba a Efraín lo
mismo, una y otra vez, pero la respuesta nunca la satisfacía.
Aquel
lugar era más seguro que su antigua casa. Las noches sin Luna no se ocultaban
en pequeños sótanos, sino en el Templo, donde las sombras no habían osado
entrar jamás y donde solo unos pocos afortunados tenían permitida la entrada
esas noches. En Luna Llena se rendía culto a la Luna y solían hacerse
sacrificios humanos.
—¿Por
qué la Luna quiere que alguien muera en su honor? —preguntó Tabita en el
sacrificio de una niña.
Fue
a partir de aquel momento cuando Efraín comenzó a preocuparse por su hermana.
—Esa
niña va a ir con la Luna, lo que es un gran honor para ella y sus padres
—respondió—. Estará con la Luna sin sufrir más el tormento de las Sombras.
Tabita
no añadió nada más.
En
el décimo cumpleaños de la joven, tres años después del fallecimiento de sus
padres, la pregunta diaria de la niña cambió.
—¿Por
qué la Luna permite que las Sombras nos lleven?
La
sacerdotisa se escandalizó y castigó a Tabita una semana sin salir de su cuarto
por semejante osadía. Efraín no hizo nada; la pregunta de su hermana insinuaba
que la Luna, la gran Protectora, no hacía todo lo que estaba en su mano por
defender a su pueblo. Tabita no se inmutó y cumplió el castigo, pero después no
volvió a preguntar nada, no encendió la vela blanca de nuevo y se alejó de la
gente. Este repentino comportamiento inquietó a Efraín aún más. Antes, aunque
los comentarios de Tabita fuesen atrevidos, sabía lo que pasaba por la cabeza
de su hermana. Ahora no podía deducir hacia dónde la guiarían sus nuevos
pensamientos.
Tabita
no hablaba más que con una amiga que había hecho en el pueblo, ni si quiera le
dirigía la palabra a Efraín y este empezó a enfadarse. Una noche de Luna
Creciente, con la sacerdotisa en el Templo preparándolo para la siguiente fase
lunar, Efraín se colocó frente a su hermana y no la dejó pasar.
—Déjame
ir a mi cuarto —fueron las primeras palabras de Tabita en meses.
Su
voz sonaba fría, distante.
—Ni
hablar —se negó Efraín—. No hasta verte mostrando tus respetos a la Luna.
Sospechaba
que su hermana había dejado de creer en la Luna, algo impensable para una
habitante del Pueblo de la Luna.
—Cerráis
los ojos y os dejáis manejar —respondió Tabita—. La Luna, las sombras, no son
más que engaños y mentiras.
Sus
palabras dejaron helado a Efraín, Tabita estaba peor de lo que pensaba y era
evidente que sería difícil hacerla entrar en razón.
Efraín
quería ayudar a su hermana antes de que alguien supiese de su rechazo hacia la
grandiosa Luna y convenciese a todo el pueblo de dejarla a merced de las Sombras.
Pero para ayudarla, primero debía averiguar hasta dónde llegaban sus desvaríos.
Y solo había una persona que podría saberlo, la única persona que hablaba con
Tabita…
Una
tarde de un tranquilo día, una niña de diez u once años caminaba por el pueblo
con un cesto de flores. Efraín la agarró por un brazo y la llevó hasta la parte
trasera de una casa. La niña se recuperó del susto al reconocer al hermano de
Tabita.
—¿Qué
tiene Tabita en contra de la Luna? —preguntó Efraín.
La
niña se sorprendió por la pregunta y se puso nerviosa, intentó irse de allí,
pero el joven la retuvo.
—Responde,
por favor.
Las
últimas palabras denotaron la desesperación de Efraín. La niña se desasió de él
despacio, comprobó que no había nadie cerca y habló:
—¿No
es lo mismo ser sacrificado que morir a merced de las Sombras? Al fin y al
cabo, de los dos modos se termina junto a la Luna.
Efraín
dio un paso atrás.
—¿Qué…
qué quieres decir?
La
niña, todavía nerviosa, trató de defenderse:
—Fue
lo que me dijo Tabita.
Se
calló unos instantes y echó a correr.
Efraín
estaba cada vez más horrorizado por las absurdas ideas de su hermana. La Luna
los protegía y cuando las Sombras se llevaban a alguien, Ella lo conducía a su
lado. Si Tabita no creía en Ella, nunca podría estar a su lado y reencontrase
con sus padres. Efraín debía pensar algo rápido.
Otra
noche sin Luna llegó y se llevó consigo a la amiga de Tabita. Efraín esperaba
que aunque la niña hubiese escuchado a Tabita y meditado sus insensatas ideas,
siguiese creyendo en la Luna. Desconocía lo que podía sucederle a la gente que
desaparecía y no tenía fe en el astro, la gente que desafiaba y deshonraba a la
Luna. Tabita no se lamentó por la pérdida, no lloró ni encendió una vela por su
amiga, simplemente se quedó sin nadie con quien hablar. Pero no pareció
importarle.
Pasó
el tiempo y Tabita cumplió doce años. Ese, sin duda, fue el peor año. La
sacerdotisa sospechaba lo que Efraín sabía acerca de la fe de su hermana. Esto
enfrió la relación con la anciana, que comenzaba a arrepentirse de haberlos
acogido en su casa. ¿Cómo podía considerarse sacerdotisa de la Luna si estaba
criando a una niña que no creía en Ella?
Tabita
apenas comía, no celebraba la Luna Llena y no temía las noches sin Luna. Era
una niña incomprendida, creía Efraín; se estaba convirtiendo en un monstruo,
sostenía la sacerdotisa. Pero a Tabita poco le importaba lo que pensasen de
ella, tenía su propia manera de pensar y con ello le bastaba.
Llegó
otra Luna Nueva. Los vecinos se ocultaban y muchas sacerdotisas encendían velas
en el Templo en honor a la Luna. Efraín entró en la habitación de Tabita para
llevarla al Templo, pero ella no se encontraba allí y la ventana estaba
abierta. El joven se puso muy nervioso. Corrió por la casa en busca de la
anciana que le había dado un nuevo hogar y la encontró en la entrada, colocándose
un chal sobre los hombros.
—¡Tabita
no está! —exclamó Efraín.
La
sacerdotisa lo miró alarmada.
—Debemos
encontrarla —respondió.
Pero
más que preocupada por la niña, se preocupaba por su reputación si salía de
aquella casa que Tabita osaba contradecir a la Luna.
El
ya adolescente Efraín asintió y salieron a la calle para emprender la búsqueda,
pero era demasiado tarde. La oscuridad de la noche se cernía sobre ellos y el
pueblo se había vuelto silencioso; las Sombras estaban al acecho.
—Al
Templo, ¡ya! —ordenó la anciana.
—¡No!
—Se negó Efraín—. Tabita…
—Es
su voluntad, no puedes fingir que no lo sabes.
El
joven trató de asimilar lo que aquello significaba.
—Si
sales a buscarla, ninguno de los dos regresará —sentenció la sacerdotisa.
Efraín
agachó la cabeza y se dejó guiar al Templo.
Aquella
noche fue una de las más oscuras que se recordaban; pocos pudieron dormir.
A la
mañana siguiente algo insólito sucedió. Un grito atrajo a muchos curiosos hasta
la plaza, incluido Efraín. Un frágil cuerpo yacía sobre el suelo, pálido,
inerte; era Tabita. Su hermano, al ver lo que había tratado de negar, cayó de
rodillas al suelo, pero no derramó ninguna lágrima. Tampoco lo hizo al
trasladar el cuerpo de Tabita a su habitación ni durante las visitas de la
gente para darle el pésame.
Los
vecinos que acudían a velar unos instantes por la niña la observaban temerosos,
recelosos. Y con motivo, pues nunca en la historia del Pueblo de la Luna las Sombras
habían devuelto un cuerpo raptado. Circulaban terribles rumores sobre el tema,
pero a Efraín no le interesaban. Lo único en lo que podía pensar era en que
había perdido a la única persona que le quedaba, su querida hermana pequeña a
la que no había sabido proteger.
Terminada
la hora de las visitas, Efraín encendía decenas de velas en la habitación de
Tabita, alrededor de la cama en la que yacía. Velas blancas como las que ella
había encendido en honor a sus padres, como la que su padre había encendido en
la última noche de su vida.
Encendió
la que le quedaba y observó a su hermana. Si ella hubiese sido como el resto,
si no hubiese desafiado a la Luna, aún estaría con él. Pero la Luna la había
rechazado, si no su cuerpo reposaría junto al astro, junto a sus familiares y
antepasados. El joven permitió que una lágrima se deslizase por su mejilla, una
lágrima secreta que contenía toda la pena por la muerte de su hermana.
Se
dirigió hacia la puerta y vio algo encima de la mesa de Tabita. Era una nota.
Efraín secó su lágrima y cogió el pedazo de papel. Había algo escrito con la
letra de la niña:
«La Luna juega con nosotros».
Efraín
sintió el repentino impulso de mirar una última vez a su hermana. Seguía allí
tumbada, con un rostro tan sereno que semejaba estar dormida, aunque nunca
despertaría. El joven percibió un leve movimiento en los dedos de la niña y
sacudió la cabeza para despejarse. Debía alejarse de allí o se ahogaría en su
propia pena. Pero no pudo reaccionar.
Tabita
había abierto los ojos.
*Imágenes de libre uso.
Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...
Personalmente, la historia me encantó desde la primera vez que la leí, cuando Sindy había comenzado a escribirla... por el final :)
ResponderEliminarMe gusta mucho la sensación que tienes al terminar; te quedas totalmente en blanco. Y Sindy, te digo lo mismo: tienes que continuarla.
Muchas gracias Rush. Pero admito que la historia solo llega ahí, no tengo ni idea de como sigue. Aun así intentaré darle una buena continuación, porque creo que es una buena historia.
EliminarGracias por comentar!
A todo esto, acabo de ver las imágenes y son fantásticas. No podrías haber encontrado otras que pegaran tanto con la historia.
ResponderEliminarUn beso :)
¡Hola Rush!
EliminarGracias ^^, yo tampoco estoy muy segura de cómo conseguí encontrar unas imágenes tan... perfectas jaja. Pero a veces la suerte está de nuestra parte y conseguimos lo que queremos.
Y sí, lo sé, me estoy refiriendo a lo de encontrar las imágenes. Pero aunque parezca un logro pequeño, a mí me ha hecho muy feliz porque también he revivido aquellos días en los que se me ocurrió esta historia, hace ya unos años... ¿Lo recuerdas? Fue en clase y tú estabas al lado :)
Besitos y un saludo!!