Érany, libertadora de esclavos
Su madre la despertó apresuradamente y,
sin esperar ni un instante, la cogió de la mano y la sacó de la cama. Érany,
aferrando la mano de su madre, corrió torpemente por el pasillo, intentando
desperezarse. Un fuerte estruendo provenía de algún lugar del castillo y el
miedo afloró en el corazón de la niña.
Corrieron
escaleras abajo y se hallaron frente al peligro. Su madre le soltó la mano y le
gritó que corriera, que viviera, y Érany corrió. Se giró justo a tiempo de ver
la imagen que nunca podría olvidar, que la acompañaría incluso en sus peores
pesadillas.
Érany abrió los ojos, despertando sobresaltada. Respiraba
entrecortadamente y un sudor frío le bañaba la espalda y la frente. Intentó
calmarse y apartar de su mente el recuerdo de la noche en que sus padres
murieron, diez años atrás.
Érany
era una joven, de veinte años de edad, que vivía en Héscado, la mayor ciudad
esclavista del país. La muchacha era de ascendencia noble, sus padres habían
sido unos de los señores de la ciudad y, como todos ellos, habían traficado con
esclavos. A Érany no le había importado demasiado, tampoco había pensado mucho
en ello, pero ahora lo veía con otros ojos.
Había
vivido con sus padres en un gran y lujoso castillo, hasta que fueron
asesinados. Quisieron hacerle creer que el motivo de su muerte había sido una
venganza de los esclavos que habían vendido. Pero ella sabía que no era así. La
imagen de aquel momento se había grabado a fuego en su memoria, y recordaba a
la perfección a aquellos hombres. Desde luego, no parecían esclavos; vestían
ropas de cuero, impolutas, y en ellas portaban el símbolo de otra de las
familias esclavistas de Héscado.
Érany
había vivido en las calles al principio, buscando respuestas a aquel misterio.
Allí la habían hallado unos señores, y la habían vendido como esclava. De
alguna forma, había conseguido fugarse, y rescatar a los esclavos que estaban
con ella.
Desde entonces se había ocultado en el bosque y se
dedicaba a liberar a los esclavos de las familias más poderosas de Héscado.
Se
incorporó y miró a su alrededor. El bosque seguía tan silencioso, y tan ruidoso
a la vez, como de costumbre. Se puso en pie y se sacudió de las ropas los
restos de arbusto seco que se habían adherido a ella. Recogió su daga del suelo
y se la colgó del cinturón. Una vez lista, prosiguió su camino.
Érany
se aproximó a un río que corría cerca de donde había dormido y aprovechó para
lavarse rápidamente sus largos cabellos de un rubio muy pálido y brillante. Ese
color tan especial lo había heredado de su padre. Solía contarle, cuando era
pequeña, que no siempre había tenido esa tonalidad. La había conseguido cuando
le había sido otorgado el don de la guarda, mediante el cual podría proteger a
sus seres queridos. A Érany le había fascinado esa historia, y la había creído
con todo su ser.
Érany se quedó mirando su reflejo en las cristalinas
aguas del río y se preguntó cómo había podido ser tan estúpida. ¿Cómo iba a
tener su padre un don tan increíble si ni siquiera había podido salvarse a sí
mismo?
Érany
alcanzó las lindes del bosque antes del atardecer. Desde allí pudo observar
claramente la puerta principal de la muralla y las almenas que se alzaban sobre
ella. Unos de los castillos de los señores esclavistas de Héscado se alzaba
ante ella.
Habitualmente,
se adentraba en los castillos en plena noche, silenciosa como una sombra, y
liberaba a todos los esclavos antes de las primeras luces del alba. Sin embargo,
en aquella fortaleza se adentraría antes que de costumbre, y tardaría más que
de costumbre.
En
la gigantesca puerta de madera de la muralla se apreciaba el símbolo que los
hombres que habían asesinado a sus padres llevaban en sus ropas. Nunca
olvidaría aquel símbolo, una estrella de seis puntas cruzada en diagonal por
una única espada.
Érany se adentraría en el castillo cuando el sol
desapareciera en el horizonte, liberaría a los esclavos y buscaría alguna
pista, lo que fuera, que pudiese indicarle el porqué.
Aguardó
pacientemente, hasta que la fina línea anaranjada que era el sol se ocultase
por completo por el oeste. Érany suspiró y cerró los ojos, intentando
concentrarse, como hacía cada vez que pretendía asaltar un castillo. En aquel
momento, repitió la acción varias veces, tratando de disipar el oscuro recuerdo
que acudía sin cesar a su mente.
Se
puso en pie y corrió sigilosamente por las lindes del bosque hasta un lugar
apartado de la puerta principal. Subió a un árbol cercano a la muralla y saltó
a ella desde una de las ramas. Una vez allí, saltó desde lo alto de la muralla
y cayó de pie en el patio. Miró a su alrededor. Aquellos días había estado
observando la actividad del castillo, desde las ramas más altas de los árboles.
Sabía que dos guardias estaban apostados día y noche en la puerta principal, y
uno solo en cada una de las dos puertas más pequeñas.
Se
acuclilló para ocultarse en la vegetación del jardín y caminó con sigilo. Se
detuvo ante la puerta más pequeña del castillo, de madera vieja y humedecida
por los años. Érany la empujó, y los goznes cedieron a la menor presión.
Aquella era, sin lugar a dudas, la entrada para los esclavos.
Un profundo y agobiante olor dulzón, mezclado con el
de la humedad, la embargó. El frío aire caló sus huesos y solo pudo ver
oscuridad ante ella. Lo último que sintió fue un fuerte golpe cuando se
desplomó en el suelo, un instante antes de perder la consciencia.
Despertó
en un ambiente húmedo, pero el olor dulzón y desagradable había desaparecido.
Tardó unos instantes en percatarse de que estaba encadenada de manos y piernas,
y de que su daga ya no estaba. La tenue luz de la luna y las estrellas entraba
por la pequeña ventana de barrotes.
No
era posible, ¿cómo la habían descubierto? Érany apretó los puños y tiró de las
cadenas, firmemente fijas a una de las pareces de la celda. Notó un profundo
dolor en las muñecas, pero no se detuvo. Continuó hasta sentir que un intenso
sopor se apoderaba de ella lentamente. Érany se preguntó cómo podía dormirse en
una situación como aquella.
Pronto dejó de forcejear y sintió que los párpados le
pesaban. Cerró los ojos y notó de nuevo ese olor dulzón tan sofocante y
soporífero, aunque en menor medida.
—Érany.
Las cadenas habían desaparecido, y la
joven se hallaba tumbada sobre algo blando y apacible. Notó luz a través de los
párpados, pero no se sintió capaz de abrir los ojos.
—Érany —susurró de nuevo la voz, con más insistencia.
Érany, a regañadientes, abrió los ojos.
Estaba tumbada boca arriba, y lo primero que vio fue el cielo, de un suave azul
salpicado de nubes de tonos violetas y naranjas. La muchacha se giró y vio un
rostro, el rostro de su padre. ¿Estoy muerta?, pensó.
—No, no lo
estás —sonrió su padre. Érany tardó unos
instantes en comprender que había hablado en voz alta.
— ¿Estoy
soñando, pues?
El hombre se tomó un segundo para
considerar la pregunta. Finalmente, respondió:
—Podrías
decirlo así, pero realmente la respuesta es más compleja.
Su padre, poniéndose en pie, le tendió a
Érany una mano, que la joven tomó. Fue entonces cuando el sopor se disipó y vio
a su padre tal como lo recordaba. Una lágrima indiscreta rodó por su mejilla y,
sin poder contenerse, se abalanzó sobre su padre, abrazándolo con fuerza. El
hombre respondió inmediatamente al abrazo de Érany. La joven no habría sabido
decir el tiempo que transcurrió; pudieron ser horas, días o segundos, no
importaba. Solo importaban ellos, y solo ellos.
Finalmente, se separaron, y su padre la
miró de arriba abajo, con los ojos bañados en lágrimas.
—No sabes lo
orgulloso que estoy de ti —susurró, y la
besó en la frente, con cariño y nostalgia.
—Os echo de
menos, a ti y a mamá —reconoció con
tristeza.
—Lo sé, pero
tienes que ser fuerte. Y tienes que saber que no estarás sola —dijo con firmeza—. ¿Recuerdas
las historias que te contaba cuando eras una niña?
— ¿Las del don
de la guarda? —Su padre
asintió—. ¿Quieres decir que eran ciertas? —Preguntó con incredulidad.
—Antes creías
en ellas —se extrañó su
padre.
—Eso era antes
de que… —comenzó a
decir la joven, con un ligero reproche en la voz, antes de que esta se le
quebrara.
Érany apartó la vista y siguió un
incómodo silencio. Fue su padre quien decidió romperlo:
—El don está
restringido a una sola persona —explicó—, y yo te elegí a ti.
Érany alzó la mirada bruscamente,
sorprendida. Quiso decir algo, pero no le salían las palabras. Su padre la
miraba seriamente, con aire protector.
—No tenemos
mucho tiempo —dijo de
pronto, sacando a Érany de su asombro—. No debiste
arriesgarte tanto, Érany; te estaban esperando.
—Pero… ¿cómo
podían saber que iría?
—Vigilan todos
tus movimientos. Fueron ellos los que te esclavizaron hace diez años, para
controlarte. Pero lograste huir.
Érany recordó como, tras cuatro meses
como esclava, había conseguido fugarse de forma casi milagrosa, y, con ella, a
todos los demás esclavos del mismo castillo. Entonces, una idea repentina
surgió en su mente.
—Fuiste tú el
que me ayudó a escapar, ¿cierto?
Su padre sonrió débilmente y asintió.
Érany se reprendió a sí misma, no era aquella la pregunta que deseaba hacerle
desde hacía diez años. No era aquella duda la que la perseguía sin cesar día y
noche, por la que se había atrevido a adentrarse en el castillo, y por la que
en aquellos momentos estaba encerrada.
— ¿Por qué? —Dijo, con un hilo de voz—. ¿Por qué os mataron?
Su padre no respondió inmediatamente.
Alargó una mano y recogió con suma delicadeza una de las lágrimas que surgieron
de los ojos de Érany sin que esta se percatase.
—Es una larga
historia —se limitó a
decir—, tendré tiempo de contártela en otra
ocasión; ya sabes que no estás sola. Si quieres hallarme, si me buscas, me
encontrarás. Responderé a todas tus preguntas, pero ahora lo que importa es
sacarte del castillo.
Su padre cerró los ojos, con gesto de
concentración. De pronto, Érany se percató de que unas finas y grandes alas de
plumas blancas surgían de su espalda, elegantes y majestuosas.
—Estas son las
alas de la libertad —explicó su
padre, mientras Érany las admiraba.
La visión de la joven comenzó a
oscurecerse y dirigió la mirada precipitadamente hacia su padre, que la
observaba con nostalgia.
—Úsalas correctamente —fue lo último
que le oyó decir antes de que todo a su alrededor se volviera una total e
inescrutable negrura.
Abrió
los ojos con fuerza, de nuevo en su celda. Sus hermosas alas blancas ya no
estaban en su espalda, pero continuaban con ella, Érany lo sabía. Las mismas
cadenas que la sujetaban y el mismo olor desagradable en el ambiente. Sin
embargo, ese agobiante hedor no podría volver a dormirla, ya no. Ni las cadenas
que la sostenían no podrían retenerla. Cogió aire, y extendió con firmeza sus
alas, las alas de la libertad, que surgieron de nuevo en su espalda, y las
cadenas de sus muñecas y sus tobillos rompieron con gran estruendo en miles de
fragmentos brillantes, que se expandieron por la celda como multitud de motas
de polvo.
Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...
¡Hola Rush! Esta historia me ha gustado más que la anterior, pero, como ya sabes, voy a estar eternamente marcándote algunos detalles. A ver... en mi opinión, la escena de Érany con su padre queda demasiado bonita y creo que, para solo acabar mostrándole las alas, podría acortarse. También diría que cuando Érany deduce que fue su padre quien la ayudó, no sé, hasta que lo dice al lector no se le pasa por la cabeza; yo hubiera dejado alguna pista para que no quede tan raro.
ResponderEliminarEl mensaje final me ha gustado mucho, las alas de la libertad.
Pero ya sabes que esto todo son cosas mías, tú decides a qué le haces caso y a qué no. Sigue así.
Un saludo!