Fuegos artificiales



Levantó la vista al cielo y se maravilló con la imagen de miles de estrellas, casi eclipsadas por la misteriosa belleza de la luna. Aguardó pacientemente, sentado sobre el techo de la pequeña casa campestre donde vivía. Oyó voces en la distancia, provenientes del centro de la villa, que celebraba aquella noche su quincuagésimo segundo aniversario.
Aguardó pacientemente, jugueteando con las tejas rojizas y dejando que sus alas se movieran perezosamente al son de la suave brisa. Entonces, lo vio.

Un resplandor blanquecino ascendió raudo en la negrura del firmamento nocturno, y estalló en multitud de destellos dorados, acompañado con un fuerte estruendo. Tras él, surgieron cientos. Los fuegos artificiales rompían en el cielo, cautivándolo con su mágica belleza. Durante unos instantes, el cielo pareció rebosar de luz.
Espirales, destellos, nubes, tirabuzones… el cielo ardía en multitud de colores, y el joven permaneció sentado sin poder moverse hasta se hizo de nuevo el silencio en el firmamento.
Una fina capa de humo permaneció unos momentos en la noche, allí donde los fuegos de artificio habían estallado. El muchacho cerró los ojos, con una débil sonrisa dibujada en el rostro, y suspiró. Se dejó caer, extendiendo sus finas alas doradas y verdes sobre el tejado, cuidadosamente y con los ojos todavía cerrados.
Pensó en la fiesta que tenía lugar en el centro de la villa, en el bullicio de las calles y en los fuegos artificiales.
Una imagen acudió rauda a su mente, la imagen de su familia, contemplando el firmamento nocturno. Su madre con él en su regazo y su padre pasando un brazo sobre los hombros de ella; en el cielo estallaban fuegos artificiales, hermosos y resplandecientes. Aquel era el único recuerdo que conservaba de su familia, y lo evocaba con cariño durante cada aniversario de la villa, una vez al año.
Suspiró de nuevo, con nostalgia, y cruzó los brazos tras la cabeza. Incluso en las afueras de la villa, donde él vivía, el bullicio era audible. Durante los días anteriores, el ajetreo por preparar el festejo de aquella noche había llenado las calles. El muchacho, sin embargo, se había mostrado indiferente. Lo único verdaderamente importante de las fiestas era poder recrear el recuerdo de su familia, sentado sobre el tejado de su pequeña casa de madera.
Había sido en esa casa en la que se había criado. Durante su infancia, una anciana de la villa se había hecho cargo de él, pero la vejez no perdona, y la mujer terminó por fallecer. En aquel momento, él había sido lo bastante mayor como para cuidarse, y vivió solo en la pequeña casa de madera. Después de tantos años, se había acostumbrado a la soledad y el silencio.
Un nuevo estallido consiguió devolverlo a la realidad.
El joven abrió, sobresaltado, los ojos y miró instintivamente al cielo, esperando ver la mágica luz de los fuegos artificiales resplandeciendo de nuevo en el firmamento. Pero la noche seguía imperturbable y el ruido de la fiesta seguía en el ambiente. De alguna forma, supo que lo había soñado.
Con gesto resignado, el joven se puso en pie, estirando brazos y alas para desperezarse. Se dispuso a volver al interior de su cálido y silencioso hogar, mas algo lo retuvo.
Un nuevo estruendo siguió al primero, haciendo temblar la tierra.
El muchacho perdió el equilibrio y cayó de rodillas. Reponiéndose a la sorpresa inicial, se levantó y volvió la vista, en dirección al centro de la villa, desde donde procedían los gritos de multitud de personas. No eran gritos de júbilo, sino de horror.
Durante unos instantes, el joven permaneció paralizado sobre el tejado, con la vista fija en el horizonte. Altas lenguas de fuego acariciaban la oscuridad de la noche, visibles sobre las casas de madera, que ardían como la yesca.
Obligándose a reaccionar, abrió esplendorosamente sus alas y levantó el vuelo. Las calles estaban abarrotadas de gente que huía, desesperadamente. Los padres alzaban a sus hijos en brazos y se abrían paso a empujones entre la multitud, intentando salvar la vida de los pequeños.
Él era el único que poseía alas en toda la villa, por suerte y por desgracia. Siempre se había sentido diferente y nadie había sabido explicarle por qué él tenía la capacidad de volar y los demás no. En aquel momento, cualquiera habría dado su alma por tener las alas que él tenía.
Las llamas que asolaban la villa eran inusitadamente elevadas. El muchacho no se atrevió a aproximarse más y contempló el aterrador espectáculo a una distancia prudente, sin saber qué podía hacer.
Destellos morados ascendían hasta el cielo con las lenguas de fuego. Aquello le resultaba extrañamente familiar, a pesar de no poder recordarlo. Fue entonces cuando percibió movimiento entre las llamas.
La silueta de una esbelta mujer alada, que alzaba el vuelo en su dirección, se recortaba contra las brillantes llamas. Pronto, su rostro estuvo a la altura del suyo y pudo distinguir los conocidos ojos negros de su madre.
Dejó de oír los gritos de las calles y dejó de sentir el calor que manaba el fuego. Tan solo podía escuchar los insistentes latidos de su corazón y la voz carente de emoción de su madre, que pronunciaba su nombre: Ayen…

Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...

Comentarios

  1. Bien, en mi opinión... Como siempre tienes una envidiable narración y descripción jaja; pero siendo críticos creo que tienes historias mejores y que a esta le ha faltado acción y algún acto inesperado. Estoy segura de que puedes llegar a sorprenderme con algo más de esfuerzo :) .

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Tus comentarios nos dan alas y las alas nos hacen volar. Y allí, volando, escribimos para que tú también puedas desplegar tus alas 🌌

Entradas populares de este blog

Nana

Jak and Daxter

La Serpiente Emplumada: el Dios traidor