El poder de los sueños

Aunque intentó no dormirse, sus ojos inundados de lágrimas, estaba demasiado cansada. Tras aquella discusión había estado llorando durante horas, sintiéndose incapaz de otra cosa. Se había encerrado en su habitación y aovillado sobre la cama, sin siquiera apartar las mantas o cambiado su uniforme escolar por el pijama.
Leila se sintió, de pronto, cansada y sus párpados se tornaron más pesados de lo habitual. Intentó mantener los ojos abiertos. Sabía que si no dormía seguiría llorando toda la noche, pero sería mejor que lo que la aguardaba. Sin poder evitarlo, se sumió en un profundo sueño.

Lluvia. Una fina e incesante lluvia se enredaba en los cabellos de Leila. La joven miró a su alrededor. Estaba en una carretera de dos carriles, justo en el centro, en una amplia avenida. Era de noche y el lugar estaba extrañamente vacío y silencioso. Flanqueando la carretera, dos hileras de altos edificios. Uno de ellos lo reconoció como su hogar. En aquella calle tan familiar para Leila había algo que sobraba, algo que no tendría que estar allí.
A ambos extremos de la carretera, el mar cortaba el paso, las aguas calmadas, moviéndose tan suavemente como la cuna de un bebé. Las finas gotas de lluvia se perdían en su inmensidad.
En aquel instante, a pesar de estar en medio de un sueño, Leila recordó la discusión que había mantenido con su amiga, y sintió una punzada de dolor en el pecho. Un rayo cortó el oscuro cielo, iluminando la escena de una forma aterradora. Leila no pudo evitar que nuevas lágrimas rodasen por sus mejillas, al tiempo que la lluvia se intensificaba, dificultando la visibilidad. Un fuerte viento apareció de la nada, aunque Leila fue apenas consciente de ello.
Un bravo océano de sentimientos en el corazón de Leila, que se proyectaba en aquellos mares que cerraban la calle. Las olas que se formaban superaban en altura a los edificios y rompían contra ellos, haciendo estallar el vidrio de las ventanas.
En unos instantes, la calle comenzó a inundarse, el nivel del agua alcanzaba a Leila por las rodillas. La joven no pareció percatarse de ello, permaneciendo indiferente al torrente de agua que caía sobre ella, y a las olas que rompían cada vez más cerca, azotadas por el fuerte vendaval. De vez en cuando, algún rayo cortaba el cielo, cubierto de una espesa capa de nubes grises, de las que brotaban sin cesar gotas de lluvia.
Una ola se alzó sobre la ciudad, más grande y amenazadora que las anteriores. En esta ocasión, Leila no pudo ignorarla. La observó, impotente, al tiempo que se cernía sobre ella. No llegó, sin embargo, a notar el torrente de agua cayendo a su alrededor. En aquel momento, se despertó sobresaltada, su espalda cubierta de frío sudor.
Jadeando, Leila se incorporó sobre las mantas y observó su habitación. Estaba exactamente igual que siempre, pero la joven la contemplaba con los ojos de una extraña, todavía desorientada por su pesadilla. No tardó en volver a la realidad, calmándose con la conocida imagen de su estantería. Respiró hondo, percatándose de que aún había vestigios de lágrimas en sus ojos.
Por la ventana entraban los rayos de luz matinales y Leila, levantándose, miró a través de ella la calle, con la que había soñado. Aunque no llovía, una capa de agua inundaba la carretera y la muchacha la contempló horrorizada, sabiendo que había sido por su causa.
Aquel día no volvió a dormir y no se atrevió a abandonar la calidez de su hogar. Por fortuna, se habían suspendido las clases por la inundación, y a nadie le extrañó que permaneciera encerrada en su habitación.
No era la primera vez que ocurría aquello y Leila estaba cada vez más asustada. En la adolescencia, una inmensa oleada de emociones se apodera de ti, y eran aquellas emociones las que causaban estragos en los sueños de Leila. Sin embargo, no podría estar eternamente sin dormir, asustada de sus propias pesadillas.
Pasó la noche entera en vela, encerrada en su cuarto con vasos de café. Al día siguiente sacó fuerza de flaqueza para pedir ayuda a sus padres y les contó sus pesadillas. Su reacción no fue la que había imaginado. Supuso que, aunque no supieran qué hacer, la comprenderían y ayudarían en todo lo posible. Sin embargo, no la creyeron, a pesar de lo asustada que Leila estaba. Aquello hizo que la joven se enfureciese y regresara a su confinamiento en la habitación.
La noche se cernió sobre la ciudad y el sueño venció esta vez. Leila se quedó dormida y se sumió de nuevo en sus pesadillas.
Su misma calle. La misma carretera de siempre, los mismos edificios de siempre, la misma noche de siempre. Y ella, en el centro, observándolo todo. En esta ocasión no había ningún océano al final de la carretera, aunque no le importó ni se preguntó por qué.
En aquellos instantes no estaba asustada por el poder que sus propias pesadillas tenían en el mundo real. Solo estaba furiosa, sin recordar el motivo.
Un débil temblor sacudió el suelo bajo sus pies. Leila, a pesar de ello, ni se extrañó, ni le concedió importancia. El cielo estaba claro esta vez, ni una sola nube perturbaba su calma. Tampoco había luna ni estrellas, solo una amplia superficie oscura como el abismo, hasta que un rayo cruzó de nuevo la oscuridad.
El temblor volvió a producirse, más fuerte y duradero que antes. Una y otra vez, el suelo temblaba, y en una de esas sacudidas, Leila perdió el equilibrio y cayó de rodillas. La joven, lejos de estar asustada, seguía furiosa, y a su alrededor, los edificios comenzaron a derrumbarse.
Los escombros llenaron la calle y Leila no hizo el menor esfuerzo por esquivarlos. De todos modos, no fue necesario; de alguna forma, los grandes y pesados bloques de hormigón la respetaban. Al menos hasta que el edificio que se hallaba frente a ella, en el que vivía con sus padres, se precipitó sobre ella, al igual que la ola gigante en su último sueño.
Volvió a despertar antes de que la aplastara y se halló sobre la cama, vestida con su cómodo pijama de algodón.
Se asomó a la ventana. Nada había cambiado; el agua había desaparecido de la calzada, por la que circulaban multitud de vehículos, y ninguno de los edificios de aquel tramo de la ciudad se había derrumbado por alguna extraña causa.
Tras aquel sueño, en el que había liberado toda su ira, se sentía mucho más calmada. Se dirigió al armario y cambió su pijama por el uniforme escolar, preparándose para un nuevo día de instituto. Más que calmada, se sentía feliz, feliz por no seguir enfadada.
Sin embargo, su estado de pura y radiante felicidad se esfumó pronto, cuando un temblor sacudió su habitación.
Gracias por leer y déjate llevar por la fantasía...

Comentarios

  1. Cuando me hablaste de esta historia tuve bastante curiosidad por saber cómo la desarrollarías. Me ha encantado. Que sus estados de ánimo estén relacionados con sus sueños y que estos a su vez afecten a la realidad es una idea muy original. Ya escribirás una continuación.

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